Estaba dejando pasar ya mucho tiempo, prácticamente un mes, sin plasmar mis impresiones de mi visita a este bello lugar de Portugal.
Sin saber de él hasta casi a punto de viajar hacia Lisboa, me parece un destino que no debe perderse quien visita la antigua Lusitania, pues queda muy cerca (tres cuartos de hora) en tren de la capital portuguesa.
Es un lugar único por la riqueza natural y arquitectónica que lo caracterizan, de tal suerte que ha sido distinguido con el grado de Patrimonio Cultural de la Humanidad en categoría mixta: quiere decir que éste incluye tanto el paisaje natural como urbano.
Y siendo invierno, como quiera el verdor se pudo apreciar en este parque nacional de considerable extensión, pese a ciertos árboles ya pelones por la temporada.
El área que comprende la denominación de la Unesco consiste en el pequeño centro histórico del municipio, donde está el edificio del Ayuntamiento y el Palacio Nacional o Real de Sintra, y las diversas construcciones a lo largo de dos caminos o pequeñas carreteras principales, entre las que destaca el Convento dos Capuchos, el Castelo dos Mouros (Castillo de los Moros) y los palacios de Monserrate y de Pena. Este último es uno de los edificios más característicos y representativos, que en su tiempo fue residencia de los reyes de Portugal, al igual que el Palacio Nacional.
Casi cada lugar importante como este tiene a la vez su propio parque aledaño, que se puede recorrer, tras pagar el respectivo precio de entrada, ya sea combinado con el acceso al edificio o nada más por los amplios jardines.
Asimismo, a lo largo de las vías principales hay varias casas que parecen salidas de cuentos, porque parecen castillitos o de plano están muy bonitas, con estilos particulares o antiguos, o ambos. A esto hay que agregar otros palacios y fuentes, mayoritariamente de estilo morisco.
A pocos kilómetros del área de todo el conjunto del parque nacional se encuentra el Cabo da Roca, que es el punto más occidental del continente europeo.
Esta villa nació como un lugar de descanso y de recreo para las élites portuguesas, tanto los propios monarcas (aunque ellos llegaron ya cuando la zona estaba comenzándose a desarrollar por los ricachones de la época) como los miembros de la nobleza. De allí que las construcciones derrochen lujos internos y externos.
Lo único malo de estas obras que ahora admiramos y disfrutamos momentáneamente es que generalmente son producto de injusticias, pues para que alguien pudiera concentrar esa riqueza que hizo posible los monumentos de allí hubo muchos pobres que carecían de al menos un porcentaje de esa 'plata'.
Por eso me encanta una canción de creación colectiva "Jesucristo, esperanza del mundo", pidiendo el advenimiento del reino de Dios, en la cual está la siguiente estrofa:
"Anhelo de un mundo sin dueños, sin débiles ni poderosos, el fin de todos los sistemas que crean palacios y pobres".
Porque todos los regímenes, sean muy capitalistas o comunistas, hacen esto, ya los primeros por acumulación de riquezas y construcciones personales, o los segundos por equiparar a todos en la misma condición de precariedad y edificar monumentos en el nombre de la población (los 'palacios del pueblo', que cundieron en las repúblicas con este régimen en el siglo XX).
(Párrafo agregado en febrero 2009)
Me encontré al respecto algo escrito por Henry David Thoreau: "La abundancia de una clase se compensa con la indigencia de la otra" (Walden o la vida en los bosques, Los Libros de la Frontera, Barcelona, p. 37)
Me despido con el coro del canto, que expresa felizmente mi deseo:
"Venga tu reino, Señor, la fiesta del mundo recrea, y nuestra espera y dolor tranforma en plena alegría. Ae, eia, aie, ae, ae."
viernes, 30 de enero de 2009
Sintra
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